Ayer, en la sede parisina de la Unesco, la decidida iniciativa de Daniel Filmus, respaldada por la labor de Miguel Ángel Estrella, embajador argentino ante dicho organismo, se vio coronada con la entrega del galardón a Estela Carlotto y sus compañeras. Pero la significación de ese premio estuvo realzada por dos presencias que, a su turno, simbolizan el reconocimiento de la gran mayoría de la sociedad argentina a las Abuelas: Cristina Fernández de Kirchner, en su “doble condición –dijo– de Presidenta y ciudadana argentina”, y una delegación de los nietos recuperados.

La historia argentina y suramericana es pródiga en materia de revanchas. No es del caso citarlas aquí porque a nadie se le escapa la dimensión luctuosa que casi todas ellas tienen. Pero hay revanchas y hay revanchas. La dictadura de Anastasio Somoza ya había caído cuando Tomás Borge, uno de los comandantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, se enfrentó con uno de los esbirros detenidos por los vencedores. Era el tipo que a él lo había torturado hasta lo indecible. El sandinista, para sorpresa y perplejidad de quienes asistieron a ese encuentro, le dijo: “Tu peor castigo consistirá en que la revolución alfabetizará a tu hijo”. Borge, un hombre de talla mediana para baja, alcanzó en ese instante la estatura moral de los ejemplos. Con las Abuelas de Plaza de Mayo acaba de ocurrir lo mismo, pero a escala mundial.

La distinción a las Abuelas ocurre en momentos en que el horror se multiplica en Libia y la reposición de las imágenes de aquel 11 de septiembre de 2001 en New York oculta deliberadamente esas otras imágenes negadas al público en Irak o Afganistán. ¿Cuánto de la venganza sangrienta no ha sido inoculado por quienes, desde el poder, jamás han dejado de pensar en la sangre como única vía para perpetuar su dominio? No fue así con las Abuelas, ni con las Madres, como bien lo recordara Cristina ayer, justo el mismo día en que el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata iniciaba su segunda jornada en el juicio por la megacausa conocida como Circuito Camps.

Las madres que perdieron a sus hijos e, incluso, hasta aquellas que, para colmo, les negaron a sus nietos, podían haber sucumbido al destino atroz de la venganza y, sin embargo, un imperativo moral -inimaginable en las sombras de la desesperación- se interpuso entre ellas y los genocidas. Su doloroso reclamo de memoria, verdad y justicia, fundado en el amor inmenso de su búsqueda, pudo más que todos los crímenes perpetrados por la dictadura. Y si no desmayaron, si en todo momento lograron con su prédica incesante vencer el estigma de la locura que los asesinos quisieron adosarles para desprestigiarlas, fue porque sus propias existencias indómitas renacían con la persistencia de ese reclamo y aquella búsqueda. Pero no sólo eso, que ya hubiera sido suficiente para reconocerles todo lo que se merecen; también lograron otra victoria. Fueron ellas las que sentaron el precedente imperecedero de impedir que los genocidas se justificaran por siempre al no escoger, ellas como víctimas directas, la represalia sangrienta para vengar a sus seres queridos.

Convertidas en un ejemplo mundial por la distinción que acaban de recibir, las Abuelas ya eran, desde 2003 en adelante, uno de los pilares sobre los que asienta en Argentina la política de Estado en materia de reparación, verdad y justicia. El hecho de que la Presidenta asistiera a la ceremonia en la Unesco subraya, por si alguna quedara, que la emulación de ese ejemplo es también –y sobre todo- un patrimonio cultural y ético de la mayoría de los argentinos.

Claro que sin contar a quienes instigaron, legitimaron y usufructuaron las consecuencias terribles del genocidio (que jamás le reconocerán nada al gobierno nacional), quedan todavía los que prefieren mirar hacia otro lado. Es una suerte de oposición carroñera, una oposición-carancho que, en lugar de admitir que esa política de Estado es parte indisoluble del consenso popular acrisolado hoy en la figura presidencial, le dan crédito a un miserable que atacará a las Madres y lo convocan al Parlamento, buscando así minar la credibilidad de quien volverá ser la Presidenta de todos los argentinos.

Es la venganza pero por otros carriles; no tiene el costo de la sangre pero en su recuerdo mórbido está cebada porque ese miserable –y quienes se aprovechan de su abyección- buscan aniquilar en un único gesto lo que de inmaterial y perdurable han legado esas mujeres, las Abuelas, las Madres, la Presidenta. Ese legado es, como queda dicho, un hito moral, es la razón ética imperturbable frente al acoso brutal y la desmesura de todos aquellos que, en nombre del poder y de su conservación a ultranza, se arrogan la propiedad de la vida y de la muerte de los demás.

Cuando este diario ya esté en circulación, se cumplirán cinco años del secuestro y desaparición de Jorge Julio López, testigo de cargo en el juicio contra el genocida Etchocolatz. Frente a semejante aviso y revancha sangrienta de los criminales y de sus cómplices, la serena conducta de las mujeres distinguidas por la Unesco se agiganta en la misma medida que lo hace la época histórica que los argentinos aquilatan para sí con el nombre del futuro. Es el parto de una era distinta que, sin dudas, también nace por la ética fecunda de esos renovados antros maternos que las grandes mayorías de este país reconocen con amor y orgullo.-

(*) Sociólogo, Conicet. 14 de septiembre de 2011. ARTÍCULO PARA BAE

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