Se cumple hoy un año sin Kirchner. El duelo íntimo de su esposa e hijos no tiene espacio en esta columna, como no debería haberlo tenido ni tenerlo en ninguna otra. Pero, a lo largo de este año, los escribas del poder no trepidaron en analizar, juzgar, vituperar y especular en torno a ese dolor. Jamás dudaron y, además, lo hicieron con perversidad y saña. Fue uno de los tantos síntomas de la impotencia que los llevó al desastre electoral del domingo pasado. No se repondrán con facilidad

Incapaces de percibir que Néstor Kirchner había dejado una marca indeleble, jamás pudieron comprender que las mayorías populares –las mismas que el domingo 23 le dieron un triunfo incontrastable a Cristina- hicieron propio ese legítimo duelo familiar. Lo transitaron como acostumbra a hacerlo este pueblo en sus grandes momentos históricos: protagonizándolo. Nadie que se reclamara parte de ese pueblo se sustrajo a la pesadumbre por la pérdida y, sin embargo, la pena no pudo con los legados que Néstor dejó.

Hace un año, el principal de esos legados fue reivindicado como propio por la multitud: millares pusieron el cuerpo en esa exteriorización de sentimientos y convicciones durante su sepelio. Aquel porrazo contra una cámara fotográfica que el mismo día de su asunción como Presidente lo mostraría con un apósito en la frente, simbolizaría el grado de exposición física al que estaba dispuesto para acometer su nueva responsabilidad. Ese mezclarse entre la gente para los abrazos y los apretujones, ese ritual de los cuerpos en contacto que él había elegido como modo de comunicarse sin mediaciones, pasaría a convertirse en el nuevo protocolo presidencial y pesadilla para los cánones de la seguridad. Era como si en esos gestos procurase recuperar la presencia indómita de otros cuerpos, aquellos miles que ya no estaban y que, sin embargo, se reproducirían sin cesar en los cuerpos de esos jóvenes que volverían a creer en la política porque Kirchner la haría creíble. Claro, ninguno de esos pibes necesitaría saber que el 24 de marzo que él recuperó la ESMA, no aceptó un refuerzo de su custodia habitual –más allá de los cuatro militantes desarmados que lo acompañaron en todo el trayecto- para comprobar que ese tipo era un tipo jugado. “Porque se la rebancó”, contestó un chico el domingo a la noche, en la Plaza de Mayo, cuando el que esto escribe le preguntó por qué Néstor no se murió, como reza el cantito tribunero que todos entonaban a voz en cuello.

Y está otro de los legados: el de no cejar ante la adversidad. Quizás el momento más duro de su trayectoria política fue aquel de las elecciones de 2009. Ya había pasado el trago amargo de la traición de Cobos y aún no había llegado al estupor y la bronca por el asesinato de Mariano Ferreyra, pero aquella derrota electoral hubiera aniquilado a cualquiera que estuviese en su lugar. No se arredró y una semana después de los comicios apareció pública y sorpresivamente en los lindes del Parque Lezama para intervenir en la asamblea que allí estaba realizando Carta Abierta. Eligió ir al único lugar que nada le había pedido a cambio de un apoyo y lo hizo con la misma intrepidez y convicción que inspiraran a Tejada Gómez a cantarle a la juventud: “Andar de adolescencia en bandolera/es andar de testigo y acusado”. Así se lo vio entonces “porque la cosa empieza en esta esquina/en esta voz empieza, en estas manos”. Enfrentado a la adversidad resultó más grande y ninguno de los asistentes a esa asamblea se negó a la ovación cuando fue presentado como “el Presidente de los argentinos en 2011”. Es que todavía no se habían acallado las voces eufóricas del triste Grupo A cuando Kirchner volvía a indicar el rumbo para llegar a la victoria. Ese legado tiene y tendrá una fuerza inconmensurable, porque en punto de la historia se anuda con aquel otro, el de Manuel Belgrano, retrocediendo con el Éxodo Jujeño, para plantarse en Tucumán y luego recuperar Salta. Y los pibes lo saben, o lo aprendieron, como aprendieron que Juan Salvo libró la mítica batalla del Monumental, en Nuñez, y con el paso de los años lo rebautizaron el Nestornauta.

Y queda aún el legado de su confianza en la gente de a pie. Es ese mismo que el traducía con su desparpajo y sencillez, sus mocasines y el saco cruzado siempre desabotonado, asimilando en su desaliño los trazos inconfundibles por los que la gente de trabajo lo reconocía como un presidente propio. De nada valieron las teorías de la impostura y los exaltados vade retro al populismo que le espetaron los más recalcitrantes. Kirchner creció en legitimidad mientras se afirmaba en el pueblo su imagen de un tipo común. Fue como si la investidura presidencial, de repente, dejara de estar asociada al mundo profesional de la política y pasase a ser un atributo digno de ser considerado en una persona como tantas. Eso “pegó”, decían los pibes el domingo, en la plaza, “porque el chabón no se careteaba; si te gusta bien y si no también”. Su autenticidad, entonces, tan valorable y en tan alta estima para los jóvenes como su coraje: “¿Quién hubiera ordenado bajar los cuadros de los genocidas que no fuese él?”, preguntaban casi desafiantes.

Se cumple hoy un año sin Néstor Kirchner y Santiago Kovadloff, que escribe en La Nación, lamenta que haya sido la muerte, y no la democracia, quien derrotara al ex Presidente. Otra vez se equivoca, pero fiero: lo más pueblo de este país habla de Kirchner en presente y lo llama cariñosamente El Flaco, como nombra a cualquiera de la familia o al vecino del barrio. Ningún escriba del poder, gurú electoral ni hacedor profesional de imágenes ha conseguido nada similar para sus respectivos mandantes: mantenerlos vivos en la memoria popular.-

Carlos Girotti es sociólogo del Conicet y dirigente de la CTA

Artículo publicado en el diario BAE

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