Como en aquellas jugadas futboleras llamadas “de pizarrón”, o como lo dictan las instrucciones de sus manuales de estilo, la gran prensa no se privó ayer de pasar revista a los casos de mandatarios afectados por algún tipo de cáncer. Eso sí: todas las noticias o artículos publicados en los portales electrónicos fueron cerrados a los comentarios “debido a la sensibilidad del tema”, lo cual no fue un obstáculo editorial para que, en simultáneo, las más avezadas plumas desplegaran la teoría de que la degeneración de ciertas células es una consecuencia de la suma del poder público, el autoritarismo y otras lacras propias de la demagogia populista que azota al continente.

Este razonamiento -que por pedestre y rudimentario no deja de ser tal- no fue aplicado para el caso de dictadores y genocidas. Al contrario, pareciera que como muchos de ellos han alcanzado la vejez, no correspondería aplicarles la teoría del cáncer. Los tumores -malignos o benignos, poco importa aquí- sólo aparecen como mensura de la demasía “hegemonista” de gobernantes legítimamente electos, mientras que los criminales de lesa humanidad pueden llegar a la ancianidad sin verse sometidos a esta suerte de castigo extraterrenal. A lo sumo, trasiegan pasillos de juzgados y corredores penitenciarios pero el cáncer, si les llega, es algo natural en quienes se encuentran en las postrimerías de sus existencias longevas. Con los gobernantes democráticos no, es otra categoría analítica que, incluso, tiene sus antecedentes en el caso de una conocida señora que, allá por inicios de la década de 1950, murió muy joven aunque, dadas las circunstancias actuales, los escribas del poder mucho se cuidaron para no mentarla. Hubiera sido -cómo decirlo- poco cortés, sobre todo porque el twiter se atiborró de mensajes solidarios para @CFKArgentina que provenían de remitentes dudosamente solidarios con la destinataria.

Había que cuidar las formas. Sin embargo, la teoría de que el cáncer es un rayo fulminante que se descarga contra todo aquel que osa ensayar una respuesta autónoma al orden neoliberal, campea en los análisis y premoniciones de los mejores espadachines de la reacción conservadora. Encontraron una pepita de oro en el desierto porque, poco antes de que se conociera el diagnóstico de carcinoma en la tiroides, el único argumento con el que contaban para oponerse frontalmente a Cristina era situar a su gobierno entre los de Chávez y Putin. Ahora no; ahora todo gira en derredor del centralismo absolutista de la Presidenta quien, por su afán desmedido de poder, es pasible de un proceso degenerativo de algunas de sus células que, así, reedita los idénticos procesos punitivos que han merecido el propio Chávez, Lugo, Lula, Dilma y, es de esperar, Correa, ya que con toda seguridad lo mismo le ha correspondido a Fidel que es el peor de todos ellos, sin contar a Kirchner que falleció a causa de otro mal tan corrector de ambiciones populistas como el cáncer.

La fragilidad argumentativa, de este modo, estaría tocando el techo impensado de lo fantástico: “El poder enferma o la enfermedad del poder”, como titulara el médico periodista Nelson Castro en su columna de ayer para La Nación, para luego detallar, con cuidados profesionales propios de sus dos diplomas, la importancia de la detección precoz de la enfermedad y su pronóstico favorable. Vaya uno a saber si tanta enjundia descriptiva se aplicara, por ejemplo, al gobierno de los banqueros en la Grecia devastada; quizás allí el poder no resultara tan patogénico.

Otro es el cantar más allá de las irradiaciones de la usina granmediática. Si los ecos de la primera noticia brindada por el vocero presidencial se ampliaron, con estupor, en las filas para subir a los colectivos y trenes del martes a la noche, el miércoles, ante la primera aparición pública de la Presidenta en la Casa Rosada, aquel sentimiento se trastocó en un emotivo apoyo. Algo de esto consiguió prever el analista Rosendo Fraga horas antes del acto público en el Salón de las Mujeres. Su opinión de ayer en la tribuna doctrinaria fundada por Mitre postula que lo dolencia de la mandataria menguará las confrontaciones en el interior del proyecto gobernante, reflejo, tal vez, de la renovada corriente de afecto y solidaridad para con Cristina que campea en lo más pueblo de este país.

No deben tener consuelo los teóricos políticos del cáncer. Cuando creen tener todo ahí, al alcance de la mano; cuando se cuidan de no repetir en voz alta aquellas vivas que corearon a los gritos en 1952 para no perder esta impensada oportunidad histórica; cuando suman a la saga funeraria al joven Iván Heyn y al cónsul argentino en Yacuiba para darle volumen a su casuística del castigo merecido, cuando todo ello ocurre, vuelve a resonar en sus oídos la voz inapelable. Es la de los sin twiter, y la de los que deben fichar ingreso y egreso en el reloj de la puerta, y la de los que no pueden fichar pero están obligados a concurrir todos los días sin que se les reconozca nada; y la de los que velan sus montes ancestrales para que no se los lleven las topadoras, y la de las mujeres y pibas que se sienten reivindicadas en su condición por el ímpetu de esa otra mujer. Y la de tantos otros y otras que, a estas alturas, ya suman millones. En los gabinetes de la especulación no alcanzan los magros réditos del cáncer para pagar semejante disgusto y frustración. Para colmo, el mecanismo constitucional de la licencia médica, repone, esta vez en clave de pito catalán, el voto positivo de un Vicepresidente que lejos, muy lejos de aquel otro de triste memoria, sostendrá la institucionalidad de cara al mandato conferido recientemente en las urnas.

Es cierto, no obstante, aquello que le escribiera Hebe de Bonafini a la Presidenta: este trance sorpresivo vuelve a someterla a prueba y, es de agregar, también a la inmensa mayoría popular que le brinda su apoyo y reconocimiento. Pero en ninguna parte estaba escrito que el avance de este proyecto nacional, popular y democrático habría de hacerse sin dificultades, tropiezos ni contradicciones. Hay de todo eso, es cierto, pero también existe la experiencia aquilatada en estos años y, sobre todo, la conciencia ciudadana de que vivir bien es un derecho. El cáncer, por más que algunos lo postulen, contra esto no puede.-

(*) Sociólogo, Conicet. 28 de diciembre de 2011. ARTÍCULO PARA DIARIO BAE

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